Cuentos y otras Brevedades

PARTIDAS Y LLEGADAS


     Mi amigo se acaba de ir y aún resuenan sus pasos por el sendero cubierto de hojas secas.

     Mi amigo es como el silencio, mi amigo es la risa, mi amigo es el ruido de la hojarasca. Mi amigo es como la luna que siempre está para iluminar las oscuridades y ahora que se ha marchado ha dejado en la estancia un hilo de perfume que es apenas imperceptible. 
     Su risa y sus palabras se han quedado en los huecos de las cosas habitando los vacíos hasta su próxima llegada.





LOS OJOS DE HELENA


 Levanté lentamente la lapicera sin escurrir la pluma en el tintero. Una gota de tinta negra como la noche cayó implacable sobre la inmaculada hoja blanca.

La maestra no me vio cuando la arranqué del cuaderno y la escondí como si fuera una escurridiza lombriz.

Ella, sí, me estaba mirando. Helenita no me sacaba los ojos de encima a la vez que yo sentía cómo una oleada de vergüenza irrefrenable me anulaba la posibilidad del pensamiento.

Salimos al recreo luego de que sonara la campana insistente y soñadora.

El patio era enorme y más enorme me parecía cuando a esos escasos diez años costaba llegar hasta el portón y era una eternidad volver hasta el aula, pero era un consuelo saber que ella estaba allí y podía volver a mirarla.

Al rato volvió a sonar la campana. La jornada había terminado.

Parecía a propósito, pero siempre se largaba a llover cuando apenas salidos de la escuela emprendíamos el camino a casa.

Sus ojos… sus ojos…

Sus ojos se parecían a la lluvia y no era una lluvia más. Era una lluvia que se manifestaba de nuevo entre pausas de sol y primaveras. Una lluvia lenta y paciente, enamorada que abrazaba las cosas y la tierra acallaba las voces de los pájaros y bendecía las hojas de los árboles, que sanaba las heridas de la tierra resquebrajada y era bálsamo de frescura para los días de verano.

No me importaba mojarme, estaba contento con empaparme en su mirada.

Como todas las tardes al volver de la escuela me esperaba una taza de loza amarilla repleta de leche que bebía sediento mientras su sabor sellaba en el recuerdo esa marca indeleble de la infancia.

¿Helenita también habría llegado a su casa? ¿Estaría recordándome? No quería pensar ni sentir lo contrario.

De repente me pareció que la casa había adquirido un tono mágico. Nada de extraordinario. Nada volando incomprensiblemente por el aire ni presencias fantasmales. Nada que la imaginación pudiera agregar a su gusto.

El cielo se estaba despejando y se escuchaban los pájaros, el aire fresco entraba y salía a su antojo y las cortinas apenas se movían, suaves, etéreas. Sólo el reloj se empeñaba en marcar el paso del tiempo.

La última luz de la tarde entraba a raudales por los ventanales, era una cascada sutil que todo lo inundaba y extraía de las cosas eso que en cualquier otro momento del día parecía no manifestarse.

No eran los ojos quienes captaban estas cosas, era la piel, el cuerpo que parecía ver, oír, respirar esa atmósfera.

 

Muchos años después, sin haberme olvidado jamás de esa mirada azul que me quemaba, volvimos a encontrarnos y el vaso en el que ella bebió solo unos sorbos de agua quedó sobre la mesa como mudo testigo de una visita que no duró más de una hora y que no se repetiría nunca más.

Estuvo sentada un buen rato sin decir nada. Escuchaba y participaba de una conversación acotada a dos o tres superficialidades cotidianas mientras sus ojos que no habían perdido el encanto con que yo los veía estuvieron constantemente dirigidos hacia el reflejo de la luz en el que las horas iban muriendo.

Seguía existiendo en sus ojos esa fascinación que la hacía estar y no estar al mismo tiempo.

Detrás de sus palabras se adivinaba cierto silencio y, a veces, voces entrecortadas.

Pero… quién era Helenita. Helenita, en realidad, siempre había sido un misterio.

Me pregunté si acaso podría olvidarse de este encuentro.

Mientras tanto la brisa se enredaba entre los rosales y se lastimaba al pasar rozando las espinas.

No obstante, el aire estaba radiante de silencio. Era un hueco que nos contenía y, como si fuese una catedral a cielo abierto, el jardín permanecía en el éxtasis frutal de la tarde.

Nuevamente, muchos años después, me dediqué con ahínco a encontrar una fórmula casera para fabricar un poco de tinta negra.

Busqué por todos los medios posibles que el líquido que conseguía se pareciese a lo que buscaba.

Ensayo tras ensayo me quedaban un montón de frasquitos con un líquido oscuro que, a simple vista, eran tan negros como la noche, pero cuando lo probaba sobre el papel apenas aparecían unas rayitas casi incoloras.

Las palabras que generaba parecían cobrar vida y hasta rebelarse por la poca entidad que tenían. Ni hablar de los significados que se esfumaban en su endeble geografía.

Los alquimistas buscaban la piedra filosofal tanto como yo buscaba esa tinta, negra como la noche, que al caer sobre la inmaculada hoja blanca produjese la magia que esperaba.


EL SECRETO DE LOS MÉDANOS

La noche se alzaba sobre los médanos como un ángel oscuro. Hacía frío. La madruga­da se hacía esperar, pero en el sueño de aquellos hombres se revolvía el anhelo del hallazgo. Lo único hasta el momento había sido una vasija que no revestía la suficien­te importancia como para alentar la búsqueda.

Pasaron muchos días desde que el camión los había dejado. Desde el instante en que lo vieron perderse en el horizonte, comprendieron que acababa de desvanecerse to­da posibilidad de contacto con el resto del mundo. Los tambores de agua, según los cál­culos, no habrían de vaciarse hasta pasados los cuarenta días. Ya habían pasado dieciocho y el camión no aparecía por el horizonte.

Según los estudiosos, posiblemente, los manuscritos estarían aún en buenas condiciones.

Los más mentados ingenieros, por su fama en la exactitud de los cálculos, se ha­bían dado cita en el lugar donde la tradición, la leyenda y la ciencia lo habían esta­blecido.    

Picos y palas, pinceles y demás utensilios eran cuidadosamente revisados. Así co­mo los cálculos, mil veces repasados, no daban evidencia de equivocación alguna. En cierta forma la seguridad del hallazgo era incuestionable.

La mañana se levantó perezosa y con ella la temperatura y el viento. El desierto pareció embeberse de vida. Los médanos comenzaron a cambiar de lugar y a mudar sus for­mas. Ese día parecía que iba a ser un fracaso. Todos se colocaron las gafas preparadas especialmente para esas ocasiones en que el medio se rebela contra aquellos que inten­tan modificarlo.

A la tarde, cuando ya se adivinaba la presencia de las estrellas todo volvió a ser calma, parecía que el genio de la tierra se había cansado de esa mutación de formas y relieves.

Algunas de las excavaciones se habían cubierto de arenisca fina, resbaladiza, sutil que se empeñaba en demorar la búsqueda.

Todos pusieron manos a la obra. Se trabajó de tal manera que a las pocas horas los pozos adquirieron su anterior profundidad. Fue necesario encender las lámparas. El tiem­po parecía haberse detenido.

El número tres había sido abandonado dos días antes, en él se había encontrado la vasija y ahora estaba completamente tapado. El cuatro terminaba de ser vaciado. Ya era medianoche.

El hombre, clavando la pala por penúltima vez, sintió que el piso cedía, pensó que se enterraba en la arena, pero aquello era algo diferente. Levantó nueva­mente la pala, cuando tocó el suelo, bajo su filo se abrió un agujero; tanta fue su sorpresa que soltándola cayó por esa boca senil abierta en la eternidad del desierto.

Tal vez, ese era el lugar que todos estaban buscando. Tal vez, allí abajo estaban los manuscritos. Tal vez, los siglos habían terminado en aquel agujero. Tal vez, el mis­terio se había escabullido por allí sintiendo pánico al saberse prontamente sabido. La humanidad encontraría el sentido de su peregrinación cuando esos manuscritos fueran descifrados. El túnel se acabó en el mismo instante que su existencia. Sí, allí estaban los manuscritos junto al hombre muerto. Arriba, nadie se había ente­rado del suceso. La arena acumulada alrededor del pozo, quién sabe por qué misteriosa causa, comenzó a cubrirlo hasta hacerlo desaparecer. Con la mañana, nuevamente, el viento y el desierto mudando sus formas.

Varios años después, hasta en las aldeas más lejanas se contaba el suceso: en una excavación arqueológica del Simún un hombre había desaparecido luego de una tormen­ta de viento y arena”.



LA GOTERA

 

El día está lluvioso. Una gotera engendra pequeñas gotitas que salpican buena parte del piso.

Los anteojos se me acaban de caer y se hicieron trizas en el suelo. Alcanzo a ver, en medio de la disolución de las formas, pequeñas estrellitas refulgentes en el piso negro.

Llamar, ¿a quién? Solo resta quedarme en silencio y esperar.

El paso de los años me enseñó a ser amigo del tiempo, a saber entablar un diálogo silencioso con los minutos, con las horas, cada día más lentas.

La brisa suave de este día cualquiera juega con la cortina y junto con el atardecer se me van apagando los ojos.

Viejo, con dolor en las rodillas y casi sin poder caminar no me atrevo a levantarme para ir a encender la luz. No recuerdo si había alguna silla en el camino.

Prefiero dejar correr por esta cabeza -ahora igual que la noche-, algunas de esas imágenes siempre absurdas cuando la razón no las ordena. Dejarlas correr como chiquillos, sí, como cuando éramos chicos y jugábamos en la herrería de papá a la hora de la siesta dando martillazos en la bigornia a tal punto que las gallinas se enloquecían y mamá aparecía enfurecida y preparada con una ramita de sauce nos decía “vení-para-acá-te-digo” repetido siempre en un mismo tono y nos quedaban las piernas como una hoja pentagramada.

¡Qué esquivas son, ahora, las alegrías! Dicen que los viejos vivimos de recuerdos. Sí, es posible. No importa...

¡Cuántas veces sufrí y sentí que el alma se me hacía añicos -como hace un rato los anteojos! Hoy tiene cicatrices, como las tienen mis manos. De algunas uno recuerda la causa, de otras, ni aun haciendo el mayor esfuerzo.

El tiempo desmoronó todo...

La luz se acaba de encender.

Ruidos y niños entran a la habitación.

Un último pedacito de vidrio es roto por la pisada de algunos de ellos. Sonrío e intento decir alguna palabra. Los ruidos se alejan y vuelvo a quedarme solo.

Aún sigue lloviendo y no sé si se corrió la gotera o mis ojos se solidarizaron con ella.



Marzo se convirtió en la última cola del verano que, lejos de decidir dar paso al otoño, se hacía sentir cada vez más agobiante con una ola de calor que parecía no dar tregua ni resignarse a morir.

Caminé lentamente por el pasillo hasta asomarme donde mi madre dormía. La vi allí, tendida, mientras exhalaba un leve ronquido apenas imperceptible.

Apoyado en el vano de la puerta me quedé observándola en silencio sin perturbar su sueño.

Si la conciencia de la inminencia de su muerte era ya una tortura intelectual, afectivamente se volvía casi insoportable.

Sabía desde siempre que no se puede parar lo imparable y ante la imposibilidad de frenar el tiempo un apretado nudo en la garganta desató la caída de una lágrima largamente guardada haciendo estallar la siguiente pregunta: ¿Cómo se hace para caminar por el tiempo sin sentir que, poco a poco, nos vamos quedando sin pasos?





El fervor de Ana

“¿En serio? ¿Es verdad lo que me estás contando…?”

Así decía Ana mientras hablaba por teléfono a la vez que en su rostro no dejaba de reflejarse un sinnúmero de expresiones que, sin duda, denotaban los pensamientos que se desarrollaban a escasos centímetros de la superficie de su piel.

Pequeñas pausas dejaban paso a otras exclamaciones que a cualquier espectador un poco atento no se le pasarían por alto las malísimas cualidades de quien era motivo de tan animada conversación.

Así, después de algunos minutos, su cabeza ya tenía suficiente material para pensar y comentar con otras vecinas.

Cuando cortó la conversación depositando el tubo sobre el teléfono, un estremecimiento recorrió todo su cuerpo y, casi, volviendo en sí se dirigió hasta la cocina y al pasar delante de la imagen de la Medalla Milagrosa se persignó como si se estuviese preparando para un exorcismo.

Ya era la hora en que debía comenzar a preparar la comida pues el mediodía se acercaba desafiante como se acercarían su marido y sus hijos si el almuerzo no estaba listo cuando llegasen.

En pocos minutos tuvo todo listo y sólo quedaban dar los últimos retoques y las milanesas estarían humeantes sobre la mesa.

Fue hasta la vereda como para dar un último vistazo al vecindario que, segundo a segundo, se recluía alrededor de cada mesa familiar.

Allí se encontró con Susana, la yegua del frente, que tantas veces le había hecho sacar canas verdes con sus comentarios desubicados, pero ahora no era momento para acordarse de ello y la saludó con una amabilidad que, cada una, a su manera juzgó como falsa, pero que las dos supieron disimular.

Mas tarde, las cuentas del rosario pasaban entre sus dedos como pasaba el aire entre las hojas de los árboles.

Uno a uno los avemarías, en un ritmo constante y acompasado, eran una melodía celestial salida de los labios de un ángel. Del mismo modo, paso a paso, mientras caminaba por las calles aledañas al pueblo, los misterios se sucedían con la misma dulzura con que pronunciaba cada palabra.

En esas mismas circunstancias había escuchado, más de una vez, el ansioso repicar de las campanas de la parroquia llamando a misa. Era, precisamente, en ese momento cuando una verdadera emoción religiosa la embargaba de pies a cabeza y sentía que su oración tenía la fuerza de los elefantes y la docilidad de las mariposas.

Tenía calculado con precisión de relojería la duración del rosario y el recorrido del camino, de modo que al último amén lo pronunciaba en el mismo instante de entrar a su casa.

Estas coincidencias, las campanas y algún que otro detalle la hacían sentir en verdadera comunión con el universo, más aún, con ese Dios que amaba más allá de todo y por sobre todas las cosas.

Pasados los veinte minutos de fervor religioso, el mundo, la vida cotidiana, la impelían a volver a pensar en los trabajos y preocupaciones diarias y el rosario quedaba colgado nuevamente detrás de la puerta como un desteñido amuleto.


LOS PICORES DEL FARAÓN

Hace mucho tiempo en el lejano y fabuloso país del loto y el largo río se vio que el faraón subió a una de las pirámides y mientras hablaba con las estrellas se rascaba el culo.

El pueblo, mientras tanto, abajo, oraba a los dioses esperando que les fuesen propicios para las próximas cosechas sin tener demasiado en cuenta que la actitud del rey podía ser nefasta para sus propósitos. No obstante, algunos de los más avispados sacerdotes habían notado que algo raro, allí arriba, estaba sucediendo y para no alertar al pueblo que permanecía devota y fielmente inclinado con la frente tocando el suelo, no se atrevieron a decir ni una sola palabra, se miraban de reojo y a varios se les escapó una risita disimulada y socarrona.

El rey, acosado por una comezón inusitada, ya no pudo disimular más y abiertamente dio rienda suelta a aquello que parecía calmarle los tremendos picores.

Más allá de los esfuerzos sacerdotales para no dejar en evidencia al soberano alguien del pueblo que, prematuramente,  había culminado sus oraciones levantó la vista y, no sin asombro, comenzó a imitar la acción del máximo poder. Creyendo ciegamente el hombre que los dioses le inspiraban tal acción comenzó a hacer exactamente lo mismo y, poco a poco todos, imbuidos del misticismo de la ocasión, fueron replicando tal actitud.

Finalmente, los prudentes y fieles sacerdotes se vieron impelidos a hacer lo mismo a riesgo de ser catalogados como díscolos si no se rascaban el trasero.

Ese día lo político, la religión y las bases sociales se sintieron en íntima y total comunión a tal punto que creyeron ser felices.